El perfil de algunas ciudades vistas
desde el mar.
Así como a las personas las podemos ver
de frente o de perfil, o aún de
espaldas, las ciudades también pueden ser vistas desde diferentes ángulos. Pero
no todas las ciudades se pueden ver de perfil.
Normalmente vemos a las ciudades desde adentro, cuando ya estamos sumergidos
en sus calles, o cuando las contemplamos desde la altura. Las ciudades
portuarias tienen el privilegio que las podemos ver desde afuera: desde el mar,
es decir de perfil, recortadas contra el horizonte. Ese perfil de algunas ciudades será el tema
para estas disquisiciones viajeras tema que se me ocurrió al leer a Tomas Mann quien
en “Muerte en Venecia” nos dice que al acercarse el barco a Venecia,
al viajero, “…se presentaba a la
vista la magnífica perspectiva, la deslumbradora composición de fantásticos
edificios que la república mostraba a los ojos asombrados de los navegantes que
llegaban a la ciudad; la graciosa
magnificencia del palacio y del Puente de los Suspiros, las columnas con santos
y leones, la fachada pomposa del fantástico, templo, la puerta y el gran reloj,
y comprendió entonces que llegar por tierra a Venecia, bajando de la estación,
era como entrar a un palacio por la escalera de servicio. Había que llegar,
pues, en barco…”
Entonces reviví esos minutos dorados en que precisamente hice lo
indicado: llegar a Venecia en barco. Al deslizarse el crucero frente a la
ciudad, en busca del muelle, la esplendorosa y Serenísima ciudad vista en su
perfil desfiló ante nuestros ojos. Desde la altura del puente trece del crucero
la ciudad era otra. Que diferente de la reducida visión que se nos presenta
cuando llegamos en tren.
Pensé entonces que algunas ciudades tienen el privilegio de poder
apreciar su perfil desde el mar.
Nueva York. Desde el mar su perfil es inconfundible,
inolvidable e impactante. No es el mismo que puede verse caminando por sus
avenidas ni desde el la ventanilla del avión. Aún lejos del puerto, desde el crucero podemos ver el mismo panorama que emocionó
hasta las lágrimas a los miles de inmigrantes irlandeses o italianos, ante la
estatua de la Libertad, el bosque de rascacielos, el verdor de sus parques, la
actividad de sus avenidas. Al
desembarcar, la imagen del perfil de la ciudad se desvanece y nos enfrentamos
al ritmo frenético de la vida cuotidiana, de sus tumultos, de sus ruidos y
estridencias, pero que de ninguna forma
le hacen perder encanto a esta maravillosa metrópolis.
Malta. La Vallette. Empieza a amanecer y el barco se aproxima al
puerto. La primera impresión es que la ciudad y la isla son de oro. El sol la
golpea horizontalmente y sus edificios resplandecen.
Sorrento: Desde el puente del crucero quisiera uno
demorar el desembarco para gozar del
paisaje de su entorno: espectaculares acantilados, montaña florecida, lindas casas sobre el borde
de la serpenteante carretera de la Campania, la ciudad, más pueblo que ciudad,
respira alegría, sol, calles bordeadas
de coloridas tiendas, iglesias, pequeñas plazas. Pero desembarcamos y nos encontramos con lo que desde lejos no podemos disfrutar:
amabilidad, el limoncello, y la más maravillosa pizza del mundo.
Ciudades de las islas griegas: Son muchas y necesaria y afortunadamente
solo se puede llegar a ellas en barco. De
modo que la primera impresión es su perfil. Todas distintas y todas iguales. Playa y
montaña. Casas de un blanco resplandeciente. Puertas y ventanas azules.
Patios y pequeñas plazoletas con emparrados y coloridos y pequeños
restaurantes. Algunas montañas con
olivos. Todo lo podemos apreciar desde nuestro barco. Al acercarse podemos
encontrar las diferencias entre Myconos,
Creta, Santorini, Corfú, Poros, Aegina, Hidra… Sus pequeñas iglesias ortodoxas
con sus cúpulas azules que se confunden con el azul del cielo. Algunas con Molinos de viento. Todas con decenas de
barcos y barquitos de pescadores en sus marinas. Islas que desde el barco despiertan emociones
estéticas que nos hacen envidiar a sus plácidos moradores a quienes suponemos
alegremente irresponsables como su prototipo el inolvidable Zorba.
San Francisco. Las ciudades de los Estados Unidos en su
gran mayoría carecen de personalidad y todas se identifican por autopistas que
las atraviesan y dividen, los complejos círculos de distribución de vías,
grandes centros comerciales, dificultad para pasear a pie. Son
excepcionales las ciudades como San Francisco, New York, Boston, Los
Ángeles en donde existen andenes y calles para un amable recorrido a pie.
Llegar a San Francisco en barco
es otro espectáculo que impacta gratamente los sentidos: Los puentes, el perfil
de la ciudad que trepa por sus colinas, los viejos muelles, todo hace que este
panorama sea inolvidable y digno de repetirse.
Barcelona. Desde el puente más alto del barco y aún lejos
del puerto, nos alegraos al ver un
panorama de lejanas y altas montañas, Montserrat, otras más cercanas Monjuich, las torres de la catedral gótica,
las inconfundibles torres de la Sagrada Familia. Más de cerca vemos a Colón
desde su alto monumento señalando el infinito y el inicio de la bella gran
Rambla. Desembarcamos y lo que veíamos de lejos se vuelve maravillosa vecindad:
Santa María del Mar, las atarazanas, remontamos la Rambla, curioseamos el
Liceu, seguimos adelante y entramos a esa catedral de alimentos que es la Boqueria,
tal vez el mercado más lindo del mundo. Penetramos en el medioeval barrio
gótico, la viejísima catedral, sus
callejuelas llenas de misterio. Nos adentramos en la zona Gaudí y más adelante
nos extasiamos ante la Sagrada Familia. Pero hay más por ver y vamos al parque Güell. Pero ya
me aleje del mar, y el tema es la ciudad
vista desde el mar.
Valparaíso. Al abrir las cortinas de la cabina muy de
madrugada cuando el crucero se aproxima al puerto la primera impresión desde la
distancia es el enfrentarnos a una
película de ciencia ficción con un
panorama de enormes “mutantes” de largos cuellos que con sus poderosos brazos
toman con increíble precisión contenedores para depositarlos sobre grandes
camiones, o colocarlos en sitios
diferentes apilándolos con precisión milimétrica unos sobre otros. Amanece,
sale el sol, se desvanece la cortina de bruma y vemos una ciudad de casas
multicolores que trepan por las colinas que enmarcan el puerto, ascensores que
desde las calles de abajo llevan a las zonas altas. Ambiente eminentemente
marinero, multitud de pequeños barcos pesqueros. Viento y olor a mar.
Rio de Janeiro. Los asombrados marineros que navegaban en
las naves lusitanas de Pedro Álvares
Cabral y Gaspar de Lemos no daban
crédito a sus ojos cuando desde sus veleros descubrieron lo que creyeron era el paraíso terrenal. Habían llegado a la bahía de Guanabara, que confundieron con un
río y a ese sitio encantador lo llamaron Río de Enero, en portugués Rio de Janeiro. Era
el 1 de enero de 1502.
Hoy esa joya de la naturaleza es la sede de una linda ciudad, que vista
desde el mar nos recuerda el impacto visual de los marineros que hace
quinientos años la descubrieron para el mundo occidental, pero ahora agregamos
el perfil de una ciudad que se despliega desde las bellas playas hasta las montañas
atestadas de casitas multicolores, esa enorme roca Pan de Azúcar, su fenomenal
estatua del Salvador, su arquitectura portuguesa colonial que se alegra con la
influencia afroamericana.
Se insinúan en los recuerdos
muchas otras ciudades, grandes o pequeñas, poblados pintorescos que lucen
bellos desde el mar, pero se haría muy
larga la crónica. Sin embargo no puedo dejar de mencionar perfiles
inolvidables: Split en Croacia, San Juan de Puerto Rico, Vancouver en Canadá,
la remota Punta Arenas en el fin de la Patagonia chilena, Cabo San Lucas en
Baja California de México, Marsella en Francia, Nápoles en Italia, y tantas
ciudades de la bella Sicilia, como Trapani, Messina, Catania. En el oriente Hong Kong, o en
la mitad del pacífico Honolulu. Pero será en otra
oportunidad.
Barcelona